domingo, 11 de abril de 2010

Rostros


Roberto Méndez nació en Camagüey en 1958. Creador prolífero, Doctor en Ciencias sobre el Arte y miembro de la Academia Cubana de la Lengua, ha merecido, entre otros premios importantes, el de la Crítica (en más de una ocasión), y el Nicolás Guillén de Poesía en el 2000. Textos suyos fueron incluidos en antologías publicadas en Cuba, Brasil, Colombia, España,...

“A partir de múltiples referentes de la cultura universal, y con claves de refinada cubana —se lee en la contraportada del libro que nos ocupa—, el autor nos conduce a un mundo particular en el que se manifiestan el disfrute de lo cotidiano y la búsqueda de una relación estable con lo trascendente. Se unen en estas páginas un pensamiento profundamente reflexivo y una especial sensibilidad, para formar un «rostro» cambiante y único a la vez, donde la aventura del lenguaje demanda una sabia e introspectiva mirada.”

Estos cuatro textos aparecen en Demonio Meridiano, primera parte de las tres en que está dividido El Rostro.

Las misas que no viví ¿a dónde se fueron? Hacia allá, hacia ese espacio neutro donde pían las aves como en otro cielo. ¿A dónde va mi atención mientras el celebrante levanta el pan que en un instante será el Cuerpo. No pude atender o tal vez no tuve la gracia para entrar en esa gloria, quedé acá, del otro lado, en el limbo de los que no saben o no aciertan, por torpes, con la puerta exacta. Las misas que no atendí son un largo callar que Dios repasa sonriente y pulveriza: es muy poco para el dueño del tiempo ese dispendio. El alma, allá entre las ramas, la muy tonta, saluda a los gorriones y cree que va a algún sitio. Dichosos los pobres de espíritu porque ellos van de una gloria distraída a otra.

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Avanzan en la noche las barcas de papel. No les importa que su mar sea una charca donde se reflejan los edificios más grises de la ciudad y también los más torpes; no les importa o quizá no lo dicen. Son muchas y pertinaces las barcas, avanzan, unas contra otras, hacia la meta improbable; algunas carenan, se ladean y por fin se deshacen junto al borde; un instante después nadie reconocería ese fragmento de cuaderno escolar como un signo anegado de otros días. ¿Qué sentido tienen en la noche esas barcas? La mayoría pasa junto a ellas sin una sonrisa, pero eso no mella su menuda soberbia. Allá se van, audaces e insolentes, las barcas de papel bajo la llovizna que va a doblegarlas.

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Ni soberbia ni pálida, la bailarina fue largamente lamida por el tiempo, hasta hacer de sus ojos un fruncido cráter bajo las cejas, hasta convertir sus piernas en las combas y crueles patas de la u. Sólo altiva en medio de las voces que convocan, a la fiesta, al sudor o al morirse —su propio quedar deshecha— en medio de la plaza. Aplaudimos sus bríos, los trucos que antaño le enseño la suerte. Regresa de todo ya, y más que el cuerpo, vemos el momentáneo trazo, el castañetear en el aire, el esqueleto que vence con gravedad la onda. Pero al final, cuando los brazos dibujan unas astas rojizas entre lo oscuro, dejamos la danza, nos quedamos con el signo. Tiene una luminosa ausencia.

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Ten piedad del que aún atado al carro ha caído. Detente, aunque sea un momento, a contemplar sus patas, no del todo quebradas, que intentan por última vez el vuelo, o el vientre dilatado, indefenso, al que no alcanza toda la extensión del aire. Muestra tu misericordia al que ya no sirven cinchas ni bocados para recorrer a ciegas la ciudad y cae así, en una calle que para él no tienen nombre ni rostro. Más aún, si no llegas a ver en ese instante los ojos, marcados ya por el hielo, ten piedad del amo que golpea las varas, los lomos, la tarde toda, sin comprender aún que ya no tiene sentido, no es. Ten piedad entonces, también por ti.

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